La caída de Úrsula

LA CAÍDA DE ÚRSULA


I

Larga especie de prólogo para un súbito fin


Cuando había caminado durante todo el día de un cochino otoño, con mis pies esperando desembarazarse de mis piernas y así poder hallar felizmente la muerte; cuando las nubes se cernían anunciando lluvias torrenciales que me matarían por hipotermia; cuando ya había cruzado solo el país, pues el caballo no había resistido tanta intemperie y había muerto al mes de cabalgarlo; cuando el atardecer me tentaba con el suicidio, encontré al fin la maldita casa de Úrsula.

A la primer mirada que eché al edificio, así como unos encuentran el amor de su vida, a mí me invadió la tristeza. No es que tuviera ideas infundadas, que fuera un tonto idealista, pero la fachada me empezó a molestar de a poco, tornándose en algo insoportable... Los que me recomendaron el viaje, me habían contado que sus muros tenían obscenidades poéticas, que sus primorosas estatuas incitaban al arte amatorio, pero a mí, las cariátides amorfas y los mármoles de mujeres naturales con sus calzones medio bajos, me resultaban austeras.

Miré lo que quedaba del paisaje oscurecido de golpe, demasiado sencillo para mi gusto entrenado en los deleites del buen vivir, en la sofisticación de los placeres animales, en el dominio de las pasiones moderadas para la emancipación de las exageradas, y si hubiera tenido los ojos vacíos hubiese sido lo mismo, pues para qué ver las ralas hierbas, troncos de árboles agostados, rocas como calvas de oficinistas, conjunto comparable con la degradante sensación terrena del equilibrio emocional... Amarga caída del velo de lo que yo imaginaba fastuosidad y concupiscencia. Era una frialdad del corazón, pero la irremediable fantasía no me dejó desviar los pasos de vuelta a la derrota, así que los puse hacia el castillo, y no me detuve en el desaliento ni en la contemplación estéril. No podía ser vencido por una congregación de insatisfactorias dudas y conclusiones tan así porque sí. Reflexioné, y me juré que al menos una escena le robaría a la promocionadísima Úrsula, así fuera lo último que fornicara en mi vida.

Procediendo de acuerdo con estas máximas, hice equilibrio sobre un crujiente puentecito, y crucé las escarpadas orillas de un estanque cortado por el brillo repentino de la luna. Los juncos grises y las ventanas como ojos me espantaron un poco. Me apuré hasta llegar a las puertas, más sobrecogedoras de lo que a distancia contemplé.

Golpeé la aldaba... Proyectaba pasar algunas semanas gastando mi dinero, pues había sido uno de mis muchos años de buenos negocios y el dinero por el dinero me aburría y me daban ganas de malograrlo. Había transcurrido mucho tiempo desde que no me regalaba suficientes manías, maldito fuera si seguía viviendo un mes más tan frugal, que no era mi espíritu, ni lo consideraba buen destino.

Dentro, se escuchó una tos catarrosa, y luego se abrió la puerta gigante, que me recordó alguna c… por la cual yo había pasado prácticamente sin dejar rastro. Apareció un tipo vestido a la antigua, flaco, alto, tocándose el corazón mientras tosía, que entre una lluvia de expectoraciones se presentó como el hermano de Úrsula. Pensé que algo raro habría, porque con todo el dinero que debía congregar, no le daba para pagar un raído mayordomo distinto a su hermano. Podía ser también, que el otoño extremo y el invierno por venir, aconsejaran a la perra ahorrarse unos óbolos, o, por qué no, ya no sería tan joven y estaría pensando en proporcionarse un equivalente a la jubilación.

—Pase —dijo, y en consecuencia obedecí.

Un requerimiento singularísimo se me solicitó, según el hermano de Úrsula, a los camaradas íntimos se les solicitaba, y era que uno debía quitarse los pantalones antes de seguir avanzando.

—Pero está frío de verdad —protesté.

Con tono excesivamente reservado, propio de su antiquísima y putaína familia, me volvió a indicar que debía quitarme los pantalones, que todos los camaradas íntimos por no decir los clientes de su hermana se los quitaban sin desplegar numerosas y elevadas objeciones; o tal vez yo tenía conceptos equivocados del honor de esa casa, y si así era me tendría que pedir mi inmediato retiro, y mi vuelta al frío.

—Caballero —dije con voz grave, quitándome los pantalones—, ya he estado en otras obras de caridad, con generosas y apasionadas devotas de la belleza ortodoxa, así que no es el problema; sólo que hace frío, deseo calentarme las piernas y si es con la venerable mejor. Pero a decir verdad, desearía primero buena comida, bebida, y un descanso reparador por las pérdidas de energía que me ha producido la duradera caminata que sin caballo me dejó.

El hermano de Úrsula sonrió, siguió caminando y tosiendo por un extensísimo pasillo con una docena de habitaciones, silencioso.

Aquello cada vez me extrañaba más... No había conocido prostíbulo ni cabaret ni sinónimo que tuviera tales características; en otras palabras, la línea de descendencia directa o de transitorias variaciones de lo que puede llamarse casa de putas, no hallaba analogía en ese castillo frío donde uno debía andar sin pantalones. Recordé lo bien que me habían hablado del lugar, claro, teniendo en cuenta que las referencias estaban circunscriptas en la primavera o verano; pero a quién se le podría ocurrir que una meretriz, así fuera la más codiciada del mundo, no trabajara en determinadas épocas. Sin embargo, tantas asimetrías empezaban a asustarme… Después de todo, podían robarme, o robarme y asesinarme, o robarme y asesinarme y violarme, o intercambiar actos de acuerdo al distinguido gusto del castillo.

Pensando infantilmente —porque en las casas de libertinaje no ocurren, o no suelen ocurrir así las cosas, supongo que la atmósfera había insuflado tales temores en mi renegrido espíritu—, imaginando tonterías, quedé con las nalgas al aire y el pantalón en la mano, en medio de un gran comedor, con una mesa dentro de un estanque, encima de la cual sobreabundaban las fuentes para servir alimentos, dentro del cual nadaban peces carpa. Tan ridículo había sido el gusto de quien había decorado el comedor.

Caminé hacia el estanque, con ánimo de observar más detalladamente el extravagante objeto pecera que contenía a la mesa. Fue al bajar la mirada, fue al dar coletazos las carpas, que una imagen en el fondo surgió mezclada con mi propia fantasía, para mostrar la vívida fuerza de una docena de vergas erectas, plantadas como anémonas de mar... Mi imaginación estaba excitada, demasiado excitada, como mi estómago estaba hambriento y mi trasero congelándose, no digo nada de las piernas porque ya no las sentía. El recinto exhalaba un vapor pegajoso, como exhalado del infierno más gélido.

¡Qué diablos!, había tragado cansancio, hambre y frío con los bolsillos repletos de dinero para tratar con la ponderadísima, recomendadísima Úrsula... y ahora me encontraba en un comedor pecera opaco, pesado, rodeado por muros grises.

Sacudiendo el sueño, examiné más de cerca la superficie de la mesa, y me di cuenta del trastorno, pues su rasgo dominante parecía ser una decoloración en la madera producida por el tiempo, y las doce anémonas no eran vergas sino platos y cubiertos, y el estanque no era más que el brillo del piso lustrado, espejismo o fenómeno similar, causado por las treinta velas suspendidas a un par de metros de la mesa, chorreando sebo desde la araña, quizás las gotas hubieran sido coletazos de carpas.

¿En dónde se habría quedado la parte de espíritu que animaba mi cerebro? Aunque en kermeses anteriores ya había estado cerca de perder definitivamente mi esencia, nunca había sentido tan próximo y objetivo el momento, con los síntomas evidenciando las más diversas formas de destrucción. Pese a mi entrenamiento, no dejaba de preocuparme.

Las necesidades básicas insatisfechas me sentaron a la mesa. Esperando que se me sirviera, traté de ser estoico frente a las punzadas de mi estómago, y contemplé el comedor. Parecía haber una extraña disgregación; o un críptico mensaje compuesto, por ejemplo, por un código de dos cucharas iguales a los costados de un mismo plato, o tres cuchillos dentro de una fuente, o una montaña de tenedores casi al borde de la mesa. El conjunto, impregnaba no pocas señales de inestabilidad, de minucioso desparpajo, de profundas fisuras entre lo contemplado de lejos y lo visto en detalle. El altísimo tejado del edificio, que se veía entre las vigas, daba la impresión de querer venirse abajo; estaba entrelazado por una tubería que también recorría las paredes, ora en forma rectilínea, ora en zigzag, que podría ser parte de la calefacción, aunque a juzgar por el frío, había más posibilidades que fuera el conducto por el cual circulaba la sopa. Las sombrías aguas del estanque que había vuelto a aparecer, podían ser las goteras del tejado… Seguramente habría empezado a llover. A punto de extraviarme en nuevos desvaríos, por una breve calzada que se abría paso entre dos paredes, llegó un criado negro, de paso furtivo y silencioso, que me preguntó por su amo.

—Maldito lo que me importa tu amo, negrito. Sírveme la comida y te daré buenas propinas para que las juntes y te las lleves a gastar en una vida honrada.

El buen hombre sonrió, y dijo que lo había estado persiguiendo a través de varios gabinetes, que se extravió de camino, y que eso contribuyó a la demora en la cena.

—No sé qué sentimientos, ni qué relieves de qué cielos rasos o paredes. Anda y tráeme la cena de una vez.

El ébano se retiró con expresión de baja astucia, lo que me dio a pensar que podría ser destronador de su amo, y éste no sería otro que el hermano de Úrsula.

Como la cena demoraba, seguí acariciando la abstracción, abriendo mis sentidos a los trofeos heráldicos que rechinaban con los truenos sobre una repisa en una pared donde colgaban retratos de la putaína familia. La cara de uno de los más viejos tenía la típica expresión de marica de uñas pintadas, y comencé a sospechar que ese lugar podía ser una broma de mis cofrades, que en la casa de Úrsula serían todos del mismo palo, para lo cual y a pesar de mi largo entrenamiento, no estaba preparado. Desvanecí esos pensamientos traicioneros que empañaban mi caro concepto de la amistad y sus recomendaciones, y observé el resto de la habitación, con ganas de comer y dormir. Tenía ventanas largas, estrechas, tan grandes que seguían abajo del piso, y dejaban pasar débiles fulgores, no porque la tormenta se hubiera retirado, sino porque la mugre opacaba la luz a través. El comedor, con la mesa mal tendida, rodeado de cuadros de homosexuales, atendido por un negro inservible, tenía la rara propiedad de acolchonar hasta los ruidos de los cristales, pues hice la prueba de hacer sonar mi copa, y ésta produjo un sonido sordo, hueco. Sin alcanzar los más remotos ángulos del techo abovedado y esculpido con oscuros senos ensortijados, mis ojos somnolientos descendieron y se detuvieron en el moblaje profuso, indefinido. Era raro para un comedor, pero había muchos libros e instrumentos musicales, sobre todo de madera y cuerdas, que pese a la potencialidad de emitir música, no daban ninguna vitalidad a la depresiva escena. Un aire de dolor envolvía y penetraba el castillo de Úrsula.

¡De un sofá se incorporó un hombre! Del sofá donde se repantigaban los violines y otras baratijas musicales, se incorporó un caballero bien vestido y sin pantalones, que me recibió con cordialidad al principio, calurosa vivacidad después, y latosidad al fin. Me convenció con su perfecta sinceridad de acompañarme en la cena, que instantes más tarde acarreó el negrito. En un momento en que dejó de hablar, en parte por compasión, le pregunté su nombre. El sujeto resultó ser Roderico Hustler, cuya identidad desconocía, pero me fue ilustrada por él mismo, y terminó siendo ante mi propensión al olvido, un compañero de la lejana adolescencia, de la hedionda y masturbada adolescencia. Su rostro había sido siempre notable por tener ojos grandes, líquidos, un tanto finos o achinados si se quiere, y por tener abundante cabellera; la nariz, ventanillas más abiertas que el c… de Úrsula; el mentón, finamente modelado, prominencia de algún país mediterráneo, quién sabe; y sin falta de los más suaves, tenues y excesivos modales. Pese a esas facciones y su expresión, pese a que dudé por la palidez espectral de su hombría, no se confesó marica, por sobre todas las cosas.

Comimos buenas aves, algo de cordero, huevos en su mayoría crudos, condumios mojados en salsas picantes, y, de postre, el mismísimo mayordomo nos sirvió de la cañería que bajaba del techo, sopa de remolachas. Satisfechos, eructamos con estridencia, y mi compañero se entregó a chupar un deleitoso habano remojado en láudano. Nunca fumé ni me drogué, sabía que el tabaco y la droga quitan capacidad pulmonar, y la necesitaba para mis maratones.

—Si los caballeros desean —dijo solemne el mayordomo, interrumpido por la tos—, pueden pasar a las habitaciones, a descansar...

—¡Maldito! —exclamé—. Quiero ya, el c… de tu hermana.

Dicho esto, el hermano pareció ofenderse un poco, mas al ver que mi encorvado comenzaba a enderezarse, comprendió que no bromeaba ni ofendía porque sí.

—Entonces —habló dominado por la templanza, tragándose la tos—, ya satisfecho el desheredado, y dispuesto a pasar a otros niveles de humanidad, deberá despojarse de lo que transportan sus bolsillos.

Le arrojé el pantalón que atrapó en el aire, que tanteó contra su cuerpo, que olfateó con descaro, llevándoselo sin replicar.

En las maneras de mi incontinencia, descubrí débiles y fútiles intentos por vencer la agitación nerviosa. A decir verdad, esa naturaleza tan impetuosa, abarcaba reminiscencias juveniles de mi temperamento réprobo. La voz arrolladora, es la voz que surge cuando el espíritu vital carece de concisión. Maneras lentas, perfectamente moduladas, las detestaba. En fin, volví a sentarme, el tieso tocándome el ombligo, a esperar a la hermana, gran puta y rea.

Roderico Hustler, opiómano incorregible, durante los períodos de lucidez que le dejaba el habano, me habló del objeto de su visita, que no era otro que el de cualquier chupador, con cierta extensión del solaz que él consideraba un mal brillante y necesario, un mal al que no había que hallarle remedio; una simple pasantía por las sensaciones anormales, algunas de ellas que a mí mismo me interesaron y me desconcertaron en otros tiempos, pero que ya había abandonado por cuestiones de estilo general. Y ya estaba por arrojarle a la cara sopa de remolachas para que se callara de una vez por todas, cuando apareció de entre el sofá de instrumentos de cuerda, Úrsula...

No podía vestir sino ropas de flores, que le daban un aspecto de debilidad que no tenía. Su mano derecha depositada entre sus nalgas, portaba una correa con esclavo sometido, negro azulado, de dientes afilados a sierra, tal vez le gustaba que la mordisqueara. Ojos de puta, los torturaba con mi alfanje, y se relamía. El sedoso cabello, en su desordenada textura alrededor del rostro, era afín a su enmarañada apariencia. Era bonita, y el vestido de flores me impedía decir mucho más.

—Moriré —dijo dándole un tirón a la correa, para que el negro le lamiera los pies—. Moriré de locura. Así, así —se chupó el dedo—. Temo los sucesos del futuro por sus síntomas. No aborrezco el peligro, hablando en absoluto: el terror. Tal vez deba abandonar la vida, y hallar la razón para ser un torvo fantasma.

A través del rasgo singular de su declamación, vi claramente su condición mental, sus supersticiosas fantasías, y lo relacioné con la morada en la que durante tantos años se prostituía. El castillo era una influencia material, fuerza palpable en las paredes oscuras, en el estanque que comenzaba a ver en la mesa.

—Su muerte —dije—, me importa mierda.

Mientras hablaba, Madeline —así se llamaba el esclavo— desapareció arrastrando la correa.

—Todos me abandonan —fingió un gemido—, pero vuelven con mayor ahínco.

Supongo que quería impresionarme con la representación teatral del marica de su esclavo que volvió con un látigo para que le azotara las nalgas.

La miré sin temor, y, sin embargo, una sensación de estupor me recorrió el espinazo… Sus atisbos, sus pasos que se alejaban por una puerta que se cerró detrás de ella, el semblante del hermano que la seguía como si fuera otro esclavo, indicaban que el juego había terminado, y que en adelante vendría lo duro.


II

Lo poco que se muestra dice mucho más de lo que se dice


Recuerdo que estaba tendido sobre la mesa dentro del estanque donde nadaban peces carpa peinados por anémonas de mar plantadas como vergas, cuando dos enanas rubias terminaron por desvestirme, olfateando extasiadas los perfumes amargos que las prendas concentraban, desvistiéndose ellas también. Había que apreciar la putaína naturaleza en todas sus sabias formas.

La disfunción eréctil del opiómano incurable de Roderico Hustler, no le impedía manotear los taparrabos que cubrían a las enanas retorcidas de felicidad. Todos aplaudían la destreza del drogadicto mordisqueando vellos rubicundos, pero más que nadie las exultantes de corta estatura, que hallaban gran reconocimiento en la actitud, porque es bien cierto que no pocas veces a las enanas las sacan de las funciones religiosas a patadas en las jorobas.

Madeline, reía mostrando sus dientes afilados a quince grados de ángulo, y los hincaba en el desparramo de carnes asadas; también hundía el hocico en la sopa de remolachas, devolviéndole la prestancia que tenían sus antepasados cuando disfrutaban banquetes de sangre.

El hermano de Úrsula, mayordomo homosexual digno de antonomasia a quien la actividad curaba la tos —no sé si es correcto que recién ahora lo mencione, pero creo que se llamaba Inés—, y el negrito que había aparecido antes de la cena buscándolo —creo que se llamaba Joselo—, estaban abrazados, besándose, parados con el agua del estanque por las rodillas, contemplando enamorados, románticas escenas.

Sentí la tibieza en el bauprés, la delicada tibieza de la boca de Úrsula, divina succionadora entrenada por los ángeles caídos en los estanques más bajos. Las manos de ágiles dedos, se extendían por las zonas sensibles de mi cuerpo, accionando resortes susceptibles. Compenetrada en el oficio, llegué a ver su hermoso rostro —los rostros más hermosos son concedidos a las personas más prostituíbles— humedecido por apasionadas lágrimas, las lágrimas que derraman sólo las que han nacido con verdadera vocación.

¡Pero un momento! En medio de la fiesta, tuve una revelación, que a falta de lápiz y papel, hube de memorizarla pese a mis lagunas mentales, y gritarla haciendo retumbar el comedor del castillo:

—¡Si la Providencia ha de castigarme por mis males cuantiosos, sé por experiencia ajena que será injusta, porque el caso mío no es distinto a otros! ¡Por ende, haré un favor a su miserable lógica, y simplificaré mi castigo tomando el mayor de todos, con la conciencia mejor dispuesta al mal absoluto! ¡Providencia! ¡Quiero el mayor castigo para el mayor mal! ¡Quiero la tortura eterna, la eterna maldición, quiero que mis días sean insoportables, así probaré el infinito de tu error, pues no podrás consumirte en tu propio odio, tu odio es mi bendición...!

Parcialmente, los depravados soportaron mi proclama, y pronto volvieron con la firmeza que tiene la gente de fe, a la carga en la cama que era mesa de comedor, dentro de su estanque con vida acuática. El hermano de Úrsula o Inés, entrelazaba su lengua con la del criadito negro o Joselo, y acariciábanse las piernas contra piernas, y se ludían vara contra vara. Con inexpresable agitación, Roderico Hustler milagrosamente no fumaba su láudano, en cambio chupaba en forma alterna las ostras rubicundas de las enanas que se miraban y se reían, y acariciaban la ensortijada cabellera del drogadicto. En cuanto al esclavo con extravagante intervención odontológica, se hallaba entregado a la melancolía de mirar su sable como a un amigo que se quiere abrazar y besar, mas no lo podía efectuar, tanto había comido que no podía doblarse sobre sí mismo. Úrsula y yo, pintábamos como en un sueño con elocuente musicalización para guitarra, los más arquetípicos modelos de la pornografía. Gracias a los huevos crudos y a las salsas picantes, cada embestida ensanchaba el recóndito escape de su alma; gracias a las carnes, mi espíritu salía generoso y solidario con Úrsula, bienhechora de la bonhomía física y moral.

Cada músico de esta loa enfebrecida, siguió tocando notas y acordes virtuosos por espacio de horas tal vez, qué importa si en el castillo siempre era penumbra. Malditos todos, hasta Roderico Hustler que exhibía su disfunción eréctil, habíamos aprendido la humana lección de refinar nuestros órganos, para paladear los gustos más sofisticados concebibles, los que hacen que las almas decapitadas nos juzguen como poseídos satánicos. En fin, siempre tendré presente el recuerdo de Úrsula llorando a moco tendido, gritando que yo era su amo, pues el fajo de billetes en tal cosa me convertía, y jamás olvidaré al esclavo dentudo, que me mostraba una risa tocando sus orejas, zurrando a su ama con un vergajo... Con su carita pervertida, no pude más que finalizar el capítulo a los pedos.


III

Un desenlace con poesía


Habrían transcurrido no más de siete días, cuando abrí los ojos en mi recámara, no muy seguro de habitar la realidad. Un fulgor sulfúreo atravesó los postigos cerrados, y me pareció escuchar improvisados cantos fúnebres, que misteriosamente resonaban en el castillo, lamentos que conservo clara y dolorosamente en la memoria, como el último vals bailado la noche anterior con Úrsula.

Me paré como me lo permitió la imaginación, y comencé a sentir un cierto hartazgo de todo…

Salí al pasillo, y me encontré algo más que la desnudez de Roderico Hustler, pues también su muerte lo rodeaba como un halo, como un chorro de humo opiáceo. Roderico Hustler no era mi amigo, empero el cadáver, lograba proyectar en la tela de mi apuñalada conciencia, una sombra que nunca había sentido ni en las peores fantasías. Mi lánguido despertar mostraba señales concretas de la caída.

Mareado, algo sofocado, caminé tanteando las paredes hasta el comedor, donde, con un zumbido y una especie de estruendo en el pecho, en vez de la mesa repleta de carnes, huevos, salsas picantes y degenerados arrancándose las pieles, vi una bóveda o túnel, inmensamente largo, con elementos accesorios que servían para excavación. Amanecidos antes que yo, los inmundos se hallaban en la entrada, observando la mucha profundidad, que no contaba con asideros ni antorchas. Lentamente, un punto fue creciendo encima de nosotros y un haz de intensos rayos bañó el conjunto espantado.

A este fenómeno insospechado, se sumaron los efectos sonoros de los instrumentos de cuerda del sillón, desarmonizando con todo, produciendo un ruido de impromptu aterrador. Debían ser las notas como las palabras que pocas veces acompañan a los dioses, que después de extensos recogimientos en el trasfondo mental, deciden intervenir directamente en la realidad. El producto de estas rapsodias alucinógenas que podían haber escapado del alma podrida de Roderico Hustler, terminó abruptamente con la aparición de un trono, sobre el cual iba sentado un caballero con el rostro de un chivo blanco. El intenso ruido nos hacía tapar los oídos, y las luces perforaban nuestros cerrados párpados. Sonidos de trompeta o pedos atronadores, del asiento surgieron los versos irregulares que decían poco más o menos:

Erguíase un palacio lleno de degenerados

¡Dominio del rey Pensamiento!

Y nunca un serafín fue tan cosa bella.

Amarillos púbicos, pendones áureos, gloriosos.

Jugaba en tan gozosos días la pelvis se expandía

una fragancia alada en el valle de los mugrientos.

Los espíritus veían su perdición

danzar en torno al trono donde el bicorne comía.

Ella sentábase con el señor rubíes y perlas

era el lugar donde un río de semen de ángel fluía.

Los ecos, instrumentos de cuerda en sillones, cantaban por altavoces.

Y el soberano, gemía de dolor al perder su ninfa serafín.

Más tristeza, aquel dominio del luto. ¡Nunca más lo permitiría!

En torno del palacio, los rubores, determinaron la falta de vergüenza,

el fin es sólo cuestión de tiempo.

Y los viajeros por las ventanas ahora rojas, veían copulaciones del serafín tan cosa bella y su ninfa

en fantasmales discordancias, eran tocados los instrumentos.

Por la pálida puerta ríe... el señor rubíes y perlas se había ido

pues lo llamaban los ruegos

nacidos fuera del rey Pensamiento

¡Y todo fue corrupción!

Donde se manifestó una vez el serafín tan cosa bella

no por su novedad pues siempre los hubo

reinó el horror y la depravación

hasta que al final de los tiempos,

llegó con gloria de estrofas, para arrancarla de la tierra

para aliviarle los males

para castigar al malvado.

¡Y todo fue llanto y crujir de dientes!

No entendí nada, por lo que nada podría explicar, menos los versos, y menos aún la obstinación con que los desordenados mentales, invadidos y poseídos por única idea, cavaban. Las enanas, el mayordomo y su amante, Úrsula y el esclavo, se hundían frenéticos, único momento en la vida que habían decidido trabajar, sin dudas el peor.

Ya los cuadros de los antepasados encendían hogueras, y las piedras llovían por los numerosos agujeros que habían dejado las luces al evaporarse. Me faltan palabras para expresar el abandono de mí mismo, extrañado, atacado por algo que algunos podrían llamar “solidaridad”, buscando la persuasión para que los imbéciles dejaran de cavar y huyeran del lugar, que hedía a tumbas y a castillos quemados.

Hui marchito como los árboles circundantes, hui para entregarme a la silenciosa noche, que comenzaba a ser conmovida por la caída de siglos modeladores de los destinos de degenerados.

…Lejos del peligro, vi al castillo enfermo desplomarse encima del puñado de sátiros que le cavaban un hoyo, el hoyo que sería última morada. 


IV

Epílogo para todos, pero mejor para los que entienden


Ahora, ahora que escribo estas líneas, mitad tósigo, mitad linimento, deleite rarísimo y curiosa llaga, no puedo dejar de pensar en el fatal desenlace, en el castigo divino ejecutado, en Úrsula y los demás, con intención sublime sepultados.

Ahora, que el humano motivo se ha reincorporado en mi espíritu, he tomado la decisión que alivia mi enfermedad que no es para médicos, de narrar, recurriendo al lenguaje soez que impertinente hablaba, así me avergüence, pues no he de negar la poca persona que fui, tan extravagante y opuesta a razón. Uno de los hechos que lo demuestra está ut supra, en cómo vi al enviado divino castigándonos.

A pedido de otros hermanos que en mejor camino se hallan realizando los preparativos para la sepultura de sus temporarios pecados, para que al menos en la cripta se los perdone, escribo esto. Ojalá sea pequeña luz, o chispa que encienda antorchas.

Detrás de este largo pasillo abovedado, detrás de la puerta de viejo roble, protección inmensa, peso de mis faltas, de chirridos agudos como los gritos de mi alma, escribo; en este cuarto fúnebre, donde a conciencia me he retirado, mirando en mi magín la cara de Úrsula, años ha enterrada, ya sin estremecerme, escribo; sobre estas hojas descoloridas, marchitas como mi corazón, para que otros ojos no guíen el alma a través del instinto, para que no quede muerta, para que se vea qué tan terrible es la vida disipada...

Hermanos, comprendan que ustedes respiran pecado. Comprendan por fin, que el camino que no es de ciencia y filosofía, sólo lleva hacia lúgubres fatigas. En este aposento con rumbo veraz, una luz que no se ve me recuerda la batalla por recuperar mi esencia, y mi voz ya no tan trémula pide redención. La vida agitada lleva a la muerte rápida, y la calma a divulgarlo.

¿Cómo escapar si no, a la profundísima locura? La locura se mueve a pasos lentos pero seguros, en supersticiones fantásticas y contagiosas…

Es hora de finalizar.

Amén.


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